sábado, 27 de septiembre de 2014

Los extremos a los que llegamos al servicio de nuestra dominatriz (III)

-Pero bueno, lo que sí es cierto es que cuando volví a la realidad de mi trabajo y de mi diminuto apartamento en Brooklyn, decidí que la experiencia había estado bien, pero que no hacía falta repetirla -dijo Johnny-. Pero cuando se lo dije a Diane en nuestra siguiente cita, ella me acusó de no querer entregarme por completo a ella y se marchó, enfadada. Muy preocupado, intenté llamarla varias veces por teléfono, pero ella no atendía mis llamadas. Al final fue Robert quien se puso en contacto conmigo. Con reluctancia, accedí a quedar con él. Tuvimos una conversación de lo más interesante. Él me dijo a las claras que si no dejaba de hacer tonterías iba a perder a Diane, porque ella había decidido que lo que quería era tener una relación con nosotros dos y repetir hasta la saciedad la última sesión que habíamos hecho. Acabé confesándole que temía que Diane acabaría marchándose con él. Me dijo que por él no tenía nada que temer, ya que yo le gustaba y le daba morbo jugar como lo hacíamos. Más que tranquilizarme, eso me puso aún más nervioso, pero me di cuenta de que si quería seguir con Diane tendría que resignarme a la situación.

-Ya no volví a jugar con Diane a solas; Robert siempre estaba presente en cada sesión que hacíamos en la mazmorra, incluso algunas veces que quedábamos los tres para salir. La siguiente sesión que hicimos Diane tuvo cuidado de que el juego fuera menos humillante para mí. Esa vez le tocó a Robert el sufrir el grueso del abuso humillaciones y los golpes… Y Diane me ordenó que fuera yo el que lo follara a él.

-¿Y cómo fuiste capaz? A mí, desde luego, no se me habría levantado.

-Pues a mí sí, con un poco de ayuda por parte de Diane. Mi cuerpo respondía de forma instantánea al contacto de sus dedos. Ella me plantó delante del trasero de Robert, que estaba surcado de estrías que le había hecho con la vara, y se puso a manipularme la polla hasta que la tuve dura como una piedra. Luego hizo que lo penetrara. Mientras lo follaba se puso a pegarme con la vara, para darme ánimos, me decía, hasta que la dejó abandonada en el suelo y sacó su Hitachi… ¡Pero para qué te lo voy a ocultar! A mí había empezado a gustarme Robert, lo que me causaba una gran vergüenza  y confusión. Me había acostumbrado a que él me tocara… Lo hacía muy bien, el muy desgraciado, se aprendió enseguida las cosas que me gustaban. Por el contrario, cuando Diane me ordenaba que lo tocara yo a él sentía un gran rechazo, hasta asco… Pero eso no duraba mucho. Robert era indudablemente hermoso, y su cuerpo acababa por excitarme, a pesar de ser indudablemente masculino, con los pectorales y los bíceps muy marcados… Su piel era muy suave; me gustaba acariciarla. Iba siempre escrupulosamente afeitado. Con el tiempo, hasta acepté hacerle mamadas… ¡Qué horror! Luego, cuando ya no estaba con ellos, me acordaba de todo lo que le había hecho y me sentía fatal. Yo nunca he despreciado a los gays, siempre los he apoyado en todo, pero el ver que yo era capaz de sentir atracción hacia un hombre era algo difícil de encajar. Era como si hubiera dos partes dentro de mí, una que se sentía atraída por el cuerpo de Robert y otra que sentía asco. Lo único que hacía tolerable esa enorme disonancia interna era mi entrega absoluta a la voluntad de Diane, la felicidad que sentía al verla gozar viéndome con Robert. Él, por su parte, no parecía tener ningún problema; de hecho, disfrutaba enormemente con todo lo que hacíamos. Era verdad que yo le gustaba, lo notaba en la manera en que me miraba, en cómo me tocaba. Eso no me ponía las cosas más fáciles, porque a menudo me sentía utilizado… Que Diane me usara no me importaba en absoluto, eso era el objetivo último do todo aquello, el servirla a ella. Supongo que para Robert era lo mismo, aunque él no tenía ninguna dificultad, disfrutaba con todo lo que le hiciera. Era muy masoquista, con un aguante increíble para el dolor, me daba la impresión de que siempre deseaba más. Pero nunca vi en él el afán de servir a Diane que yo tenía. Notaba en él un cierto nivel de reserva, como si nunca bajara del todo sus defensas. De todas formas, cuando estábamos los tres juntos el tiempo se pasaba volando, era todo muy intenso y muy bonito. Era luego, cuando estaba a solas, que me sentía torturado por la vergüenza, por los celos, por el miedo de perder a Diane, de perderme a mí mismo.

-Que fue lo que al final acabó pasando … -apuntó Julio.

Johnny bebió un trago y se quedó inclinado hacia delante, mirando el fondo de su jarra de cerveza.

-Yo hubiera podido seguir así como estábamos. Me iba acostumbrando rápidamente a la situación… me empezaba a gustar, incluso. Pero en una sola noche el mundo de fantasía que había creado en torno a Diane se derrumbó de forma irremediable. Fue la noche de Fin de Año. Diane y Allan dieron una fiesta en su casa, que transcurrió con normalidad hasta llegar la medianoche cuando, siguiendo la costumbre americana, cantamos Auld Land Syne y nos bebimos una copa de champán. Poco después, Diane se despidió de sus invitados y nos hizo bajar a Robert y a mí a la mazmorra. Lo primero que hicieron fue desnudarme, amordazarme con una bola de goma y atarme de pies y manos a un armazón que había en la pared frente al espejo. Pensé que se iban a cebar en mí, como de costumbre, pero en vez de eso me hicieron asistir a un extraño espectáculo. Diane y Robert cogieron cada uno una de las varas que se usaban para pegar y entablaron con ellas un duelo de esgrima muy especial: el que conseguía encontrar una apertura en la defensa del contrario le asestaba un varazo. Aunque Robert era más alto y musculoso, en seguida se vio que Diane llevaba las de ganar. Adoptó la postura de esgrima reglamentaria, con una mano en la espalda y pronto logró dejar varias estrías en los costados y los muslos de Robert, quien estaba desnudo excepto por una tanga de cuero. Pero Robert parecía insensible al dolor y contraatacó con furia, encajándole varios varazos a Diane en las piernas y los brazos, aunque para ello dejaba su cuerpo expuesto a los feroces golpes de Diane. Pronto la tuvo arrinconada junto a la cama. Para mi consternación, después de recibir varios varazos particularmente salvajes, Diane dejó caer su vara y se desplomó en el suelo, echa un ovillo. Con un gruñido de triunfo, Robert la arrojó sobre la cama y en un momento la despojó de sus zapatos, su corsé y sus short de cuero. Yo no podía creer lo que veían mis ojos; estaba convencido que Robert se había vuelto loco y se disponía a violar a Diane. Me debatí inútilmente contra mis ataduras e intenté gritar pidiendo ayuda, pero sólo unos débiles ruidos lograron atravesar la mordaza. Mientras tanto, Robert había doblado a Diane sobre el potro atada de pies y manos, y había empezado a asestarle una buena sarta de varazos en el trasero. Todo sucedía a un metro escaso de donde yo me hallaba , como si lo hubieran dispuesto para que yo pudiera gozar del espectáculo. La rabia y la impotencia me desbordaron… creo que debí echarme a llorar. Cuando lo vio, Diane le gritó a Robert: “¡Para! ¡Para! ¡Díselo! ¡Tienes que decírselo!” Robert se plantó frente a mí y se puso a explicarme que todo eso lo hacían por mi bien, para librarme de mi obsesión por Diane y mostrarme que era una mujer, no una diosa, y que a ella también se la podía doblegar y humillar. Diane, todavía atada al potro, me confirmaba todo lo que decía. Robert acabó diciéndome que para completar mi supuesta terapia debía darle por culo a Diane, a no ser que prefiriera que lo hiciera él. Entonces me desató. Intenté ir a liberar a Diane, pero él me lo impidió. Forcejeamos cuerpo a cuerpo un rato, pero claro, yo no tenía nada que hacer contra la mayor fuerza y destreza de Robert. Llorando de frustración, me puse mi ropa como pude y me marché. Recuerdo que estuve mucho tiempo me metido en mi coche, esperando que mis manos dejaran de temblar lo suficiente para poder conducir.

Johnny se frotó las manos, se incorporó y apuró de un trago el resto de su cerveza.

-No volví a ver a Diane hasta el sábado siguiente. Conseguí convencerla de que quedáramos a solas, sin Robert. Me explicó que Robert y ella habían estado comentando bastante tiempo lo que ellos consideraban mi obsesión por servir a Diane. Él había acabado por convencerla de que era algo insano a lo que había que ponerle final. Yo argumenté que no era nada insano, sólo el simple deseo de un sumiso de entregarse plenamente a su dominatriz, algo que ella siempre había comprendido y alentado. Le expliqué que para mí lo más difícil había sido aguantar las vejaciones de Robert; que se había sido capaz de hacer eso por ella, nada importaba en comparación. Lo que ella me dijo a continuación me sorprendió y me dolió. Me explicó que ser mi dominatriz se había convertido en una carga para ella, que tenía que esforzarse continuamente para mantener su imagen de mujer poderosa e infalible, que se había llegado a creer que era una diosa y le hacía daño psicológicamente. Por eso había aceptado hacer una sesión con Robert y conmigo como sumisa, porque ella necesitaba esa cura tanto como yo. Yo me rebelé. Le dije que no había derecho que hubieran planeado todo eso sin contar conmigo, que me hubieran impuesto una sesión a la que yo no había dado mi consentimiento. No hubo manera, la discusión fue de mal en peor. Diane no quería dar su brazo a torcer y yo, condicionado por mis dos meses de devota sumisión hacia ella, no sabía llevarle la contraria. Acabé por ceder, por decirle que aceptaba cualquier cosa con tal de seguir con ella, pero cuando ella me contó lo que habían planeado me encontré que era algo que iba ser completamente incapaz de hacer. Por un tiempo, me explicó, Robert sería el dominante en el trío y ella y yo seríamos sus sumisos. No sería para siempre, se apresuró a añadir, cuando nos curáramos de nuestras respectivas obsesiones ella volvería a asumir su papel de dominatriz, al menos algunas veces. Pero a mí se me habían abierto los ojos. Comprendí que ese había sido el plan secreto de Robert, que él quería a Diane como sumisa, con mi propia sumisión como la guinda del pastel. Y yo no podía prestarme a eso; yo no soportaba volver a ver a Diane como la había visto en la última sesión: desnuda, vulnerable y humillada. Le entregué mi collar y me despedí de ella. Al día siguiente cogí el avión a Madrid, deseando poner la mayor distancia posible entre mí y ellos.

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