domingo, 14 de septiembre de 2014

Los extremos a los que llegamos al servicio de nuestra dominatriz (I)

Este es otro retazo de mi nueva novela “Contracorriente”. Está recién salido del horno, lo escribí este mismo fin de semana. Por lo tanto, debéis considerarlo como un primer borrador, la versión final quizás sea muy distinta. Cuenta parte de la historia de amor entre Johnny y su dominatriz americana, Diane. Esta historia la esbocé al final del segundo capítulo de “Amores imposibles”, pero no di más que unos pocos detalles para evitar que distrajera de la trama principal. Ésta tampoco es la historia completa de la relación entre Johnny y Diane, sólo su comienzo. Quizás la continúe en otro entrada de este blog.

-Sí que estuve enamorado, Julio. Estuve locamente enamorado, con uno de esos amores que se te suben a la cabeza y toman posesión de tu vida entera hasta que ya no ves nada más. Porque no hay nada como una relación de dominación-sumisión para transportarte a otro mundo, a un espacio donde no sabes dónde termina la fantasía y dónde empieza la realidad.

-¡Ah, pues no lo sabía! Cecilia nunca me habló de nada de eso. ¿Se lo has contado?

-Empecé a contárselo, pero no llegué a darle muchos detalles. Mi relación con Diane tuvo lugar en el otoño del año pasado, que pasé entero en Nueva York. Volví a ver a Cecilia en enero, cuando acababais de empezar vuestra propia relación de dominación-sumisión, y no quise desanimarla contándole lo mal que me salió a mí.

-¿Me lo contarías a mí?

-Como quieras. No es ningún secreto, aunque te advierto que algunos de los detalles te pueden resultar algo sórdidos y chocantes. Pero, ahora que lo pienso, quizás te venga bien conocerlos para que comprendas lo que significa ser sumiso, los extremos a los que podemos llegar en el servicio de nuestra dominatriz.

-Soy todo oídos.

Johnny se recostó en su silla y le dio un buen sorbo a su cerveza.

-Conocí a Diane en una fiesta de Halloween el año pasado… No sé si sabrás qué es Halloween… Es una fiesta muy popular en Estados Unidos que se celebra la última noche de octubre para festejar la muerte y la decadencia del otoño. Los niños se disfrazan de brujas, fantasmas, vampiros, cualquier cosa que dé miedo, y van de casa en casa pidiendo golosinas. En el mundillo sadomasoquista se aprovecha para poder salir a la calle vestidos con nuestras prendas fetichistas favoritas sin que nadie se escandalice. Mis amigos de la Eulenspiegel Society me invitaron a una fiesta en una casa particular, una mansión situada en un rincón apartado del estado de New Jersey, al sur de Nueva York. Era una casa grande, de dos pisos, con una amplia terraza de madera en la parte de atrás rodeada de bosques. Nuestros anfitriones eran Diane y su marido Allan, un abogado prestigioso, adinerado y aficionado al sadomasoquismo.

-¿Diane estaba casada? Supongo que de ahí vendrían los problemas.

-Pues no, no te creas. Por suerte, los dos llevaban una vida sexual bastante independiente. Allan había sido sumiso de Diane pero últimamente le había dado por dominar a chicas jóvenes y guapas.

-Me imagino que Diane tampoco estaría nada mal.

-¡Desde luego! Yo me quedé prendado de ella en cuanto la vi. Parecía una Dominatriz salida de un comic. Llevaba un vestido de cuero, medias negras con costura por detrás y unos zapatos con un tacón de aguja de acero con los que habrías podido matar a alguien. Tenía el pelo rizado que resaltaba los finos rasgos de su cara. Tenía un cuerpo menudo, delgado y musculoso, con curvas muy marcadas, un poco como Cecilia… De hecho, me recordó bastante a ella. Yo enseguida llegué a la conclusión de que no tenía ninguna posibilidad con una mujer tan impresionante y me puse a hacer inventario de las otras que, no te creas, había alguna que no estaba nada mal. Pero mi amigo Hilton me presentó a Diane y parecí caerle bien. Me dijo que le gustaba mi acento y se puso a preguntarme cosas sobre España. Por lo visto, su madre era española; había emigrado a Estados Unidos de niña huyendo de la Guerra Civil.

-¿Entonces Diane hablaba español?

-No… Iba a preguntarle más cosas de su vida, pero Diane tenía ganas de marcha. En cuanto le conté que era sumiso me dijo que me quería a su servicio. Luego todo pasó muy rápido. Enseguida me encontré completamente desnudo, siguiendo a Diane a gatas por toda la casa, sosteniendo su copa y su plato mientras hablaba con sus invitados. Pero aunque fingía no hacerme caso, yo sabía que era el centro de su atención. Los otros sumisos me miraban con envidia. Al cabo de un rato Diane se sentó en el sofá en el centro del salón, me tumbó sobre su regazo y me propinó una formidable azotaina, primero con sus manitas, que resultaron ser sorprendentemente duras, y luego con una pala de madera que alguien le trajo. Muchos de los invitados hicieron corro para ver el espectáculo, riéndose, haciendo comentarios obscenos y animando a Diane a que me diera más fuerte. Fue muy humillante, pues el dolor era tan intenso que no podía evitar quejarme y contonearme. Cuando terminó la paliza Diane me puso unas correas de cuero en torno a la polla y los huevos a las que ató una cadena de perro, y se dedicó a pasearme así por toda la fiesta, luciendo mi trasero enrojecido, con las manos atadas a la espalda.

Julio se sorprendió al notar que las imágenes que tan vivamente había pintado Johnny lo habían excitado. La mismas escenas protagonizadas por una mujer lo habrían puesto a cien, por supuesto, pero él había visualizado claramente el cuerpo desnudo de Johnny sufriendo todas esas ignominias. Johnny había interrumpido su relato y lo miraba fijamente, sin duda dándose cuenta de su reacción.

-Debe resultar muy frustrante estar con una mujer tan guapa y no poder ni siquiera tocarla.

-Pues sí… Pero esa frustración es una parte fundamental de lo que significa ser sumiso. Sin embargo, Diane acabó por dejarme gozar de ella. Cuando los últimos invitados se marcharon me puso a trabajar recogiendo vasos y botellas, pasándole la bayeta a las mesas y las sillas, sacando bolsas de basura a la calle, desnudo como estaba y con el frío que hacía. Aún quedaba mucho trabajo por hacer cuando Diane dio por terminada la faena. Tirando de la cadena que llevaba enganchada a los huevos, me hizo bajar por la escalera hasta el sótano. Allí abrió la puerta de la mazmorra sadomasoquista más lujosa que he visto en mi vida. Había dos paredes que eran todo espejos, y frente a ellas estaban dispuestos un potro, un cepo, varios bancos y hasta un columpio con un asiento al que se le podían enganchar consoladores. Junto la pared de la derecha, que no tenía espejo, había una cama de cuero dentro de un armazón de vigas de madera con un sinnúmero de ganchos y cadenas por todas partes. Me hizo acostarme de espaldas. me ató los brazos en cruz a las esquinas y me suspendió de los pies con las piernas abiertas, las caderas apenas rozando el cuero de la cama. Diciéndome que no quería que se me enfriara el traserito durante la noche, me volvió a zurrar con la pala de madera. Luego me bajó los pies, me los encadenó a los pies de la cama, me dio un besito de buenas noches y se fue, apagando la luz. No dormí muy bien esa noche. Tenía una erección descomunal y unas ganas enormes de masturbarme, cosa que por supuesto era completamente incapaz de hacer. Me preguntaba qué estaría haciendo Diane, si se habría ido a acostar con su marido, aunque recordaba que en mitad de la fiesta él se había subido al piso de arriba con una pelirroja preciosa. Me desperté cuando Diane encendió la luz, sin saber qué hora era. Estaba completamente desnuda, preciosa, con el pelo aún mojado de salir de la ducha. Se sentó a mi lado, me besó y me preguntó qué tal había dormido, como si tal cosa, mientras acariciaba casualmente mi polla empalmada. Luego repitió el tratamiento de la noche anterior: mis pies ascendieron hacia el techo y la pala de madera descendió sobre mi trasero, que no tardó en volver a adquirir su tono rojo encendido. Atado de nuevo a la cama, Diane reposó su cuerpecito desnudo sobre el mío, volviéndome loco de deseo. Estuvo así un rato, restregándose contra mí y dándome besitos en los labios, en el cuello, en los pezones. Cuando pensé que no podía más, se arrodilló a horcajadas sobre mi cabeza e hizo descender su lindo culito sobre mi cara. No hizo falta que me dijera lo que tenía que hacer; me lengua salió disparada hacia su ano y me puse a chuparlo como si fuera el manjar más delicioso del mundo. Soltando risitas de placer, ella fue ajustando su postura para que pudiera lamérselo todo: culo, vagina y clítoris, y a acabó por dejarme la cara chorreando con sus flujos cuando se corrió. Y luego, cuando pensaba que ya había terminado todo, ¡oh, éxtasis!, se colocó a caballo sobre mis caderas y se penetró conmigo. Me folló a conciencia, a veces deprisa, a veces despacio, al ritmo que le marcaba su placer, sin que yo pudiera moverme. Le dije que no aguantaba más, que iba a correrme, que no podía hacer nada para evitarlo. Ella me cruzó la cara y se puso a insultarme, llamándome marica, nenaza, violador, cabrón… todo lo que se le venía a la cabeza, mientras no dejaba de cabalgarme con brío. No sé si ella llegó a correrse, porque cuando lo hice yo tuve un orgasmo tan intenso que perdí consciencia de todo. Así era con Diane; nunca he disfrutado tanto con ninguna otra mujer.

(Continuará)

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