Ser posesivo
es ser como esa niña que le da patadas al suelo y se abraza a su muñeca en un
intento desesperado de no dejar que la toque su amiga, a pesar de que las dos
se divertirían mucho más si la compartiera. Ser posesivo es el marido que se
divorcia de su mujer porque ella se ha estado viendo con otro, y así se condena
tanto a él como a ella a un montón de infelicidad. Es el tipo en el camping que
se mosquea cuando pasas cerca de su tienda camino de los servicios, a pesar de
que él está acampando en terreno público. Es el político que no se detiene a
nada con tal de ganar las elecciones, o el ejecutivo al que le importa un
comino despedir a la mitad de sus empleados con tal de que su cuenta bancaria
siga creciendo.
Ser
posesivo es una actitud que se tiene con respecto a las cosas que se poseen o
que se quieren conseguir, no el hecho de poseerlas. Es apegarse a ellas, no
querer desprenderse de ellas cueste lo que cueste, hacer que tu felicidad
dependa de si las tienes o no. Se pueden tener cosas sin ser posesivo, la
cuestión es si te aferras a ellas, hasta que punto estás dispuesto a
desprenderte de ellas. Se puede ser posesivo de cosas inmateriales: tus ideas,
tus emociones o las emociones que alguien siente por ti, como amor o lealtad.
De hecho, la raíz de la posesividad está en la mente. Puede convertirse en una
actitud general que llevamos a través de nuestras vidas, que colorea todo lo
que hacemos y todo lo que sentimos.
Creo
que empecé a entender de verdad lo que significa la posesividad haciendo
meditación Zen. Un forma de meditación llamada “shikan-taza” (que significa
“sólo sentarse”) consiste en dejar pasar los pensamientos por la mente “como
nubes en el cielo”, sin intentar detenerlos o “vaciar la mente”, pero tampoco
ir en pos de ellos. Hay que tratar a todos los pensamientos de la misma manera,
sean placenteros o dolorosos, mientras que se mantiene la atención anclada en
la respiración. Una vez, mientras practicaba este tipo de meditación, me di
cuenta de cuán atractivos son algunos pensamientos: me sentía incapaz de
dejarlos marchar para volver a mi respiración. Podía tratarse de una imagen
erótica, o una idea para un experimento, o un pensamiento iracundo sobre algo…
Siempre se trataba de una idea cargada de emoción, pegajosa como el alquitrán.
En el momento en que esa idea aparecía capturaba mi mente, la seducía con su
atractivo para no permitirme dejar de pensarla. El proceso de desapegarme de
ella era siempre doloroso, tales eran mis ganas de ir en pos de ese pensamiento.
Entonces me di cuenta de que siempre hacemos lo mismo: dejarnos atrapar por una
imagen, una creencia en lo que necesitamos para ser felices, y a partir de ese
momento esa imagen captura nuestra atención, se alimenta de ella y así sigue
creciendo, a veces por el resto de la vida, otras hasta que es desplazada por
otra imagen más atractiva. Pero siempre se trata de esa ansiedad esencial, la
continua lucha por algo que llene el vacío de nuestra mente.
Pero
hay otra forma de vivir, otra forma de ser. La consciencia funciona básicamente
de dos maneras. La primera es pasiva: las sensaciones llegan a nuestra mente,
las examinamos y decidimos si necesitamos actuar en base a ellas o no. La
segunda es activa: dirigimos nuestra atención hacia algo, seleccionamos una
sensación en particular entra los miles de sensaciones que invaden nuestra
mente en cada momento, o quizás lo que buscamos es un recuerdo que nos ayude a
completar nuestra tarea. Porque en esa modalidad nuestra consciencia se orienta
hacia un objetivo determinado, organizando nuestra mente en torno a esa tarea.
No hay nada malo en ninguna de esas dos formas de funcionar la consciencia,
siempre y cuando se sucedan de forma armoniosa y equilibrada. El problema surge
cuando de despierta en nosotros una cierta hambre, el mal hábito de sentir que
no tenemos bastante, que no somos bastante, y entonces el modo activo de
funcionar de la consciencia se impone y elimina el modo pasivo, y no paramos de
luchar para conseguir nuestros objetivos. El resultado es que nos volvemos
incapaces de percibir, sentir, dejar entrar todas las sensaciones y disfrutar
del simple hecho de estar vivos. No, necesitamos conseguir algo, poseer algo, y
hasta que lo logremos no vamos a parar y permitirnos gozar de la vida. En vez
de parar de una vez, creemos que la culpa de nuestra infelicidad la tiene el no
haber conseguido nuestro objetivo, así que ansiamos más y luchamos más, en un
círculo vicioso que no se detiene nunca.
Entonces,
¿cómo nos salimos de esto? ¿Abandonamos todo lo que tenemos, dejamos de hacer
lo que estábamos haciendo y nos dedicamos a vivir como un monje, dedicando todo
nuestro tiempo a la meditación? No, no creo que esa sea la solución. De hecho,
he conocido monjes que al final han resultado estar también bastante apegados:
a su templo, a sus discípulos, a su prestigio, a sus ideas. Sí, es mejor no
tener demasiadas posesiones porque acaban por complicarnos demasiado la vida,
pero no hay ninguna necesidad de abandonar las cosas que necesitamos y que nos
hacen felices. La posesividad está dentro de nuestra mente, no va a desaparecer
porque abandonemos unas cuantas posesiones. Al final somos posesivos de nuestro
mismo ser. Es precisamente nuestra incapacidad de desapegarnos de nosotros
mismos lo que nos asusta tanto de la muerte.
Entonces,
¿es posible ser tan poco posesivos que abandonemos nuestro propio ser? La
verdad, no lo sé. No he alcanzado tal grado de desapego, ni mucho menos. Pero
creo que es algo por lo que vale la pena esforzarse… Espero que veas la
paradoja que se encierra en esta frase: ¡ahora resulta que nos vamos a esforzar
por no esforzarnos! La no-posesividad se convierte en un objetivo más y así
quedamos atrapados en la modalidad activa de la consciencia. Éste es un peligro
real; el conseguir el Nirvana, la Iluminación, puede convertirse en un deseo
más. Quizás es por eso que en el Zen se nos dice que no hay Iluminación, nada
que conseguir… Está escrito en el Maha Paramita Sutra, el Sutra de la Gran
Sabiduría, el texto central del Budismo Zen.
¿Cuál
es la solución, entonces? Primero, hay que prestar atención a cómo la
posesividad opera en nuestra vida, a cómo nos hace infelices. Segundo, hay que
practicar meditación para habituar nuestra consciencia a operar en el modo
pasivo: simplemente prestar atención a lo que percibimos. Tercero, no debemos
alimentar nuestros deseos, sino abandonar la creencia de que necesitamos todas
esas cosas para ser felices. No necesitamos nada para ser felices. La llave de
la felicidad está en nuestras propias manos.
Una vez más te leo y... pienso.
ResponderEliminarSer posesivos… es confundir a nuestras “parejas” con pertenencias en vez de pensar que son compañeros de camino. Algunos recorrerán miles de kilómetros junto a nosotros, otros… apenas unos metros.
Ser posesivos… es anteponer el “tener” al “ser”.
Ser posesivos para mi… es hacer del apego una adicción.
Namaste…
Gracias por incitarme a pensar...
Gracias, Xana, veo que has entendido perfectamente lo que quería explicar. Es difícil dejar de ser posesivos, querer tener antes de ser, como tú muy bien dices.Quizás sólo cabe estudiarse, prestar atención a lo que sentimos, ver cómo algunas emociones nos encadenan al sufrimiento y cómo otras nos liberan.
ResponderEliminarHe visitado tu blog. Es precioso. Iré leyendo poco a poco tus historias.
Gracias por tu comentario,
Hermes