sábado, 24 de agosto de 2013

Problemas de pareja: lucha de poder o colaboración

Hoy en día, siempre que se habla de problemas de pareja se ofrece la comunicación como el remedio absoluto. Pero bueno, ¿es que nadie se para a pensar que a veces lo que se comunica no hace sino empeorar la situación? Porque si lo que se siente es antipatía, hostilidad, aburrimiento, ganas de controlar o de no ser controlada… Cuanto más salgan a flor esos sentimientos, peor va a ser la situación, ¿o no?

Para empezar, hay que partir de la base de que hay parejas que no merecen la pena ser salvadas. Lo de “hasta que la muerte nos separe” puede ser una receta para la infelicidad de por vida. Peor todavía: hay personas que no se merecen nuestro amor. Sí, yo soy el primero al que le encantaría abonarse a eso de “too er mundo es güeno”, pero recientes encuentros con algún que otro horrible ejemplar de ser humano me han convencido de lo contrario. La vida es demasiado corta para malgastarla en gente posesiva, cruel, egocéntrica, maltratadora o incluso psicópata.

Pero pongamos el caso de que se trata de una pareja que sí merece la pena ser salvada. Que son dos personas que se quieren mucho pero que no encuentran la forma de llevarse bien. Que la relación está pasando por un bache que seguramente es temporal, pero que no se ve la forma de salir de él… Y que eso de la comunicación a destajo no hace sino empeorar las cosas.

Hace varios años, durante una crisis en mi propio matrimonio, hice un descubrimiento que transformó completamente la forma en que me relaciono, no sólo con mi pareja, sino con casi todas las personas cercanas a mí. Descubrí que cuando hablamos con nuestra pareja, incluso cuando nos relacionamos con ella de cualquier otra forma, lo hacemos en una de estas dos modalidades: lucha de poder o colaboración.

En la modalidad de lucha de poder (“power struggle” en inglés), lo que importa es ganar. La conversación se convierte enseguida en una discusión en la que cada cual toma una posición determinada. Abandonar esa posición supone, no el conceder que la otra persona tiene razón, sino una pérdida de prestigio, una humillación intolerable porque supone un desgaste de nuestro estatus dentro de la pareja. Es más, si perdemos la partida el ganador se apunta un tanto que luego nos recordará en discusiones posteriores: “Si es que no dices más que tonterías, como aquella vez que dijiste…” De esta forma, al no poder ceder terreno, se cae en la irracionalidad de tener que mantener que tenemos razón a toda costa. La única manera de bajarnos de una posición insostenible es conseguir que se olvide. En definitiva, es así como funcionan las pugnas entre los partidos políticos: nadie puede reconocer ante los votantes que ha perdido un debate. Cuando se convive en medio de una lucha de poder, todo puede dar origen a una confrontación, pues no se trata de resolver problemas, de buscar soluciones, sino de proteger el ego. La relación misma se percibe como un delicado equilibrio entre posiciones enfrentadas. Cada conversación se teme; supone un desgaste y un gran consumo de energía, pues no se puede bajar la guardia. Todo debe negociarse cuidadosamente para que nadie gane y nadie pierda, para repartir el pastel exactamente por la mitad. El conseguir poder sobre el otro se convierte en el objetivo primordial.

Pero en realidad esa confrontación es básicamente ilusoria, porque en la pareja los objetivos comunes superan con creces a los objetivos no compartidos. Si no fuera así, habría que plantearse si vale la pena continuar juntos. Por ejemplo, a los dos les interesa que a la pareja le vaya bien económicamente, que la casa esté limpia y ordenada, que se disfrute en el sexo, que haya buena comunicación y, fundamentalmente, que la otra persona sea feliz. Cuando los dos se dan cuenta de que conseguir los objetivos comunes es más importante que proteger el ego, entonces se produce una transición desde la lucha de poder a la colaboración.

Las conversaciones en la modalidad de colaboración no son discusiones, no existen posiciones demarcadas. Cada uno construye sus ideas sobre las ideas del otro, en una búsqueda conjunta de la verdad, de una solución. Se dan en un clima relajado, donde la conversación en sí produce bienestar. Sí, a veces hay que acceder a hacer algo que no nos gusta, pero a esa carga no se le añade la carga adicional de sacrificar el ego y el prestigio. Al contrario: queda claro que lo hacemos por amor, por hacer feliz a nuestra pareja. Y eso es lo que se recordará en el futuro, no el que hayamos perdido una partida.

Las modalidades de lucha de poder o colaboración son tan intrínsecamente incompatibles entre sí que una vez que se entra en ellas se extienden rápidamente a todo lo que ocurre dentro de la pareja, como el cambio de fase en un sistema físico. En realidad, están enraizadas en nuestra actitud interior, en cómo vivimos nuestra vida. Si sentimos inseguridad, complejo de inferioridad y paranoia, viviremos con la sospecha continua de que nos quieren controlar y que debemos de proteger nuestro ego. Entonces caeremos una y otra vez en la lucha de poder. Si, por el contrario, estamos seguros de nosotros mismos y sentimos placer en el hecho de dar, la colaboración surgirá espontáneamente. Al depender de nuestra actitud interior, estas dos modalidades de relacionarnos no se limitan a la pareja. Si prestamos atención, veremos cómo surgen en nuestra relación con nuestros hijos, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo. Es verdad que en interacciones que no se basan en el amor, donde el sistema social en el que vivimos impone sus normas de egoísmo obligatorio, no siempre es posible operar en modo de colaboración. Aun así, si vivimos con la actitud correcta podemos llevarnos sorpresas agradables. Cuando tratamos a la gente sin desconfianza, sin hostilidad, suelen responder de la misma forma. Y aunque no lo hagan, podemos llegar a descubrir que nuestra actitud interior es su propia recompensa.

viernes, 2 de agosto de 2013

Fisiología del sadomasoquismo (3)

Las hormonas sociales: oxitocina y vasopresina

Este breve estudio de la fisiología del sadomasoquismo no estaría completo sin hablar de las llamadas “hormonas sociales”: la oxitocina y la vasopresina. Cuando se liberan en la sangre, estas sustancias actúan como hormonas que regulan determinadas funciones fisiológicas. La oxitocina desencadena las contracciones del útero durante el parto y también la secreción de leche en la lactancia. Por su parte, la vasopresina aumenta la presión sanguínea constriñendo los vasos sanguíneos y aumentando la retención de agua en los riñones. Sin embargo, recientemente se ha descubierto que estos dos péptidos desempeñan funciones muy distintas dentro del cerebro. La oxitocina produce vinculación afectiva, aumentando los sentimientos de confianza y lealtad. Niveles altos de oxitocina y de sus receptores en el cerebro están relacionados con la monogamia en determinadas especies animales y seguramente también en los seres humanos. También se ha visto que la oxitocina aumenta la vinculación con personas que pertenecen a nuestro mismo grupo y el rechazo a personas fuera de ese grupo. Sin duda es así como regula el comportamiento monógamo: aumentando la lealtad a la pareja y el rechazo a miembros del otro sexo que no son nuestra pareja. Mientras que la función de la oxitocina es más importante en las hembras, la vasopresina prepondera en los machos, en los que promueve conductas territoriales y sentimientos de control y dominación. Podemos ver, por lo tanto, que la oxitocina y la vasopresina seguramente son liberadas durante una sesión sadomasoquista, y jugarán un papel importante en el estado mental tanto de la sumisa como del dominante. Sin ir más lejos, la estimulación de los pezones es uno de las formas más eficaces de liberar oxitocina. El llamado “subspace” - el espacio de sumisión - quizás esté relacionado con la liberación de oxitocina, que hace la sumisa le entregue su confianza total al dominante y sienta un profundo vínculo con él.

Los beneficios del masoquismo

Hemos visto que los juegos sadomasoquistas afectan de manera muy profunda al cerebro. No son efectos malsanos, sino comparables con los que producen otras actividades fuertemente excitantes, como los deportes extremos. Por el contrario, cabría enumerar una serie de efectos beneficiosos. Al poder explorar sus fantasías sexuales, la masoquista aprende a conocerse mejor. El entrenamiento en la dominación-sumisión puede llegar a convertirse en una auténtica ruta de transformación personal en la que se liman las asperezas del carácter, se eliminan emociones negativas y se aprende a tomar una actitud positiva ante las dificultades de la vida. El masoquismo lleva a una comprensión profunda del dolor, cómo afecta a la mente y cómo nuestra actitud frente a él puede regular su intensidad. Sin duda, esta comprensión ayudará al masoquista cuando inevitablemente la vida lo exponga a situaciones dolorosas.

Sadismo, empatía y compasión

¿Y qué decir del sádico? ¿Qué cambios se producen en su cerebro durante la sesión sadomasoquista? ¿Son tan profundos y beneficiosos como los que tienen lugar en la masoquista? Habría que empezar por comprender por qué el sádico siente placer con el dolor que proporciona.

Determinados actos de crueldad son posibles porque existe una profunda desconexión emocional entre el torturador y su víctima, de forma que el primero consigue aislarse emocionalmente del sufrimiento que produce. La reacción natural es lo contario: la empatía. Ver sufrir a alguien nos produce sufrimiento a nosotros mismos. En experimentos que usan resonancia magnética nuclear y otras técnicas que permiten detectar las zonas del cerebro que se activan en determinadas situaciones, se ha comprobado que el ver sufrir a otra persona produce el mismo tipo de actividad en la ínsula y en el córtex del cíngulo anterior que el experimentar dolor uno mismo. Un paso fundamental en la evolución del ser humano fue la aparición de una facultad mental llamada “teoría de la mente”: la capacidad de atribuir pensamientos y emociones a otras personas análogos a los que tenemos nosotros mismos. Esta facultad es vital para la supervivencia, pues nos permite predecir las acciones de las personas que nos rodean. En ella participan las llamadas “neuronas espejo”, que se activan tanto cuando realizamos una acción como cuando vemos a alguien ejecutar la misma acción. En la vida cotidiana nuestra mente realiza sin parar un simulacro del estado mental de la gente que nos rodea, y ajusta nuestras emociones de acuerdo con esa percepción.  La empatía, por lo tanto, es el reflejo en nuestra mente del sufrimiento de los demás, una de las propiedades más básicas del ser humano. Las personas que carecen de empatía desarrollan a menudo comportamientos sociopáticos, al ser incapaces de planear sus acciones teniendo en cuenta cómo afectan a las personas de su entorno.

Yo creo que el sádico hace daño, no porque carezca de empatía, sino justamente por lo contrario. No busca desconectar del dolor que produce, sino sentir ese dolor como propio, porque despierta en su cerebro las mismas reacciones que en el cerebro de la sumisa. Es quizás por eso que muchos sádicos, empezando por el propio Marqués de Sade, son también masoquistas. Sólo hay que fijarse en el comportamiento del típico sádico en una sesión: pone todo su esfuerzo en conectar emocionalmente con la masoquista. Quiere oírla gritar y quejarse. La mira a los ojos para beber su dolor. Le toca la piel para sentir el calor y el relieve de las laceraciones. El buen sádico, al contrario del torturador, busca por todos los medios aumentar su empatía con la sumisa. En la medida en que lo consiga, será capaz de guiar a la masoquista al estado mental en el que ella disfrutará plenamente de la sesión. Con esto no quiero decir que el cerebro del sádico experimente los mismos cambios fisiológicos que el de la masoquista. Lo más probable es que su cerebro permanezca en un estado de activación adrenérgica, de “pelea o huida”, lo que le permite experimentar el éxtasis del poder y el control mientras que la sumisa se sumerge en el abandono y la entrega que proporcionan las endorfinas.

Si todo esto es cierto, el camino del sádico es el de la profundización en la empatía. Su entrenamiento consiste en aprender a “leer” a la sumisa cada vez mejor, con la doble finalidad de acompañarla en sus sensaciones y de adecuar la sesión a sus necesidades. Esto no puede ser malo. Cabe pensar que una empatía creciente puede llegar a extenderse a otras personas, para al fin llegar a convertirse en una de las emociones más valiosas del ser humano: la compasión.