Hoy en día, siempre que se habla de problemas de pareja se ofrece la comunicación como el remedio absoluto. Pero bueno, ¿es que nadie se para a pensar que a veces lo que se comunica no hace sino empeorar la situación? Porque si lo que se siente es antipatía, hostilidad, aburrimiento, ganas de controlar o de no ser controlada… Cuanto más salgan a flor esos sentimientos, peor va a ser la situación, ¿o no?
Para empezar, hay que partir de la base de que hay parejas que no merecen la pena ser salvadas. Lo de “hasta que la muerte nos separe” puede ser una receta para la infelicidad de por vida. Peor todavía: hay personas que no se merecen nuestro amor. Sí, yo soy el primero al que le encantaría abonarse a eso de “too er mundo es güeno”, pero recientes encuentros con algún que otro horrible ejemplar de ser humano me han convencido de lo contrario. La vida es demasiado corta para malgastarla en gente posesiva, cruel, egocéntrica, maltratadora o incluso psicópata.
Pero pongamos el caso de que se trata de una pareja que sí merece la pena ser salvada. Que son dos personas que se quieren mucho pero que no encuentran la forma de llevarse bien. Que la relación está pasando por un bache que seguramente es temporal, pero que no se ve la forma de salir de él… Y que eso de la comunicación a destajo no hace sino empeorar las cosas.
Hace varios años, durante una crisis en mi propio matrimonio, hice un descubrimiento que transformó completamente la forma en que me relaciono, no sólo con mi pareja, sino con casi todas las personas cercanas a mí. Descubrí que cuando hablamos con nuestra pareja, incluso cuando nos relacionamos con ella de cualquier otra forma, lo hacemos en una de estas dos modalidades: lucha de poder o colaboración.
En la modalidad de lucha de poder (“power struggle” en inglés), lo que importa es ganar. La conversación se convierte enseguida en una discusión en la que cada cual toma una posición determinada. Abandonar esa posición supone, no el conceder que la otra persona tiene razón, sino una pérdida de prestigio, una humillación intolerable porque supone un desgaste de nuestro estatus dentro de la pareja. Es más, si perdemos la partida el ganador se apunta un tanto que luego nos recordará en discusiones posteriores: “Si es que no dices más que tonterías, como aquella vez que dijiste…” De esta forma, al no poder ceder terreno, se cae en la irracionalidad de tener que mantener que tenemos razón a toda costa. La única manera de bajarnos de una posición insostenible es conseguir que se olvide. En definitiva, es así como funcionan las pugnas entre los partidos políticos: nadie puede reconocer ante los votantes que ha perdido un debate. Cuando se convive en medio de una lucha de poder, todo puede dar origen a una confrontación, pues no se trata de resolver problemas, de buscar soluciones, sino de proteger el ego. La relación misma se percibe como un delicado equilibrio entre posiciones enfrentadas. Cada conversación se teme; supone un desgaste y un gran consumo de energía, pues no se puede bajar la guardia. Todo debe negociarse cuidadosamente para que nadie gane y nadie pierda, para repartir el pastel exactamente por la mitad. El conseguir poder sobre el otro se convierte en el objetivo primordial.
Pero en realidad esa confrontación es básicamente ilusoria, porque en la pareja los objetivos comunes superan con creces a los objetivos no compartidos. Si no fuera así, habría que plantearse si vale la pena continuar juntos. Por ejemplo, a los dos les interesa que a la pareja le vaya bien económicamente, que la casa esté limpia y ordenada, que se disfrute en el sexo, que haya buena comunicación y, fundamentalmente, que la otra persona sea feliz. Cuando los dos se dan cuenta de que conseguir los objetivos comunes es más importante que proteger el ego, entonces se produce una transición desde la lucha de poder a la colaboración.
Las conversaciones en la modalidad de colaboración no son discusiones, no existen posiciones demarcadas. Cada uno construye sus ideas sobre las ideas del otro, en una búsqueda conjunta de la verdad, de una solución. Se dan en un clima relajado, donde la conversación en sí produce bienestar. Sí, a veces hay que acceder a hacer algo que no nos gusta, pero a esa carga no se le añade la carga adicional de sacrificar el ego y el prestigio. Al contrario: queda claro que lo hacemos por amor, por hacer feliz a nuestra pareja. Y eso es lo que se recordará en el futuro, no el que hayamos perdido una partida.
Las modalidades de lucha de poder o colaboración son tan intrínsecamente incompatibles entre sí que una vez que se entra en ellas se extienden rápidamente a todo lo que ocurre dentro de la pareja, como el cambio de fase en un sistema físico. En realidad, están enraizadas en nuestra actitud interior, en cómo vivimos nuestra vida. Si sentimos inseguridad, complejo de inferioridad y paranoia, viviremos con la sospecha continua de que nos quieren controlar y que debemos de proteger nuestro ego. Entonces caeremos una y otra vez en la lucha de poder. Si, por el contrario, estamos seguros de nosotros mismos y sentimos placer en el hecho de dar, la colaboración surgirá espontáneamente. Al depender de nuestra actitud interior, estas dos modalidades de relacionarnos no se limitan a la pareja. Si prestamos atención, veremos cómo surgen en nuestra relación con nuestros hijos, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo. Es verdad que en interacciones que no se basan en el amor, donde el sistema social en el que vivimos impone sus normas de egoísmo obligatorio, no siempre es posible operar en modo de colaboración. Aun así, si vivimos con la actitud correcta podemos llevarnos sorpresas agradables. Cuando tratamos a la gente sin desconfianza, sin hostilidad, suelen responder de la misma forma. Y aunque no lo hagan, podemos llegar a descubrir que nuestra actitud interior es su propia recompensa.
Para empezar, hay que partir de la base de que hay parejas que no merecen la pena ser salvadas. Lo de “hasta que la muerte nos separe” puede ser una receta para la infelicidad de por vida. Peor todavía: hay personas que no se merecen nuestro amor. Sí, yo soy el primero al que le encantaría abonarse a eso de “too er mundo es güeno”, pero recientes encuentros con algún que otro horrible ejemplar de ser humano me han convencido de lo contrario. La vida es demasiado corta para malgastarla en gente posesiva, cruel, egocéntrica, maltratadora o incluso psicópata.
Pero pongamos el caso de que se trata de una pareja que sí merece la pena ser salvada. Que son dos personas que se quieren mucho pero que no encuentran la forma de llevarse bien. Que la relación está pasando por un bache que seguramente es temporal, pero que no se ve la forma de salir de él… Y que eso de la comunicación a destajo no hace sino empeorar las cosas.
Hace varios años, durante una crisis en mi propio matrimonio, hice un descubrimiento que transformó completamente la forma en que me relaciono, no sólo con mi pareja, sino con casi todas las personas cercanas a mí. Descubrí que cuando hablamos con nuestra pareja, incluso cuando nos relacionamos con ella de cualquier otra forma, lo hacemos en una de estas dos modalidades: lucha de poder o colaboración.
En la modalidad de lucha de poder (“power struggle” en inglés), lo que importa es ganar. La conversación se convierte enseguida en una discusión en la que cada cual toma una posición determinada. Abandonar esa posición supone, no el conceder que la otra persona tiene razón, sino una pérdida de prestigio, una humillación intolerable porque supone un desgaste de nuestro estatus dentro de la pareja. Es más, si perdemos la partida el ganador se apunta un tanto que luego nos recordará en discusiones posteriores: “Si es que no dices más que tonterías, como aquella vez que dijiste…” De esta forma, al no poder ceder terreno, se cae en la irracionalidad de tener que mantener que tenemos razón a toda costa. La única manera de bajarnos de una posición insostenible es conseguir que se olvide. En definitiva, es así como funcionan las pugnas entre los partidos políticos: nadie puede reconocer ante los votantes que ha perdido un debate. Cuando se convive en medio de una lucha de poder, todo puede dar origen a una confrontación, pues no se trata de resolver problemas, de buscar soluciones, sino de proteger el ego. La relación misma se percibe como un delicado equilibrio entre posiciones enfrentadas. Cada conversación se teme; supone un desgaste y un gran consumo de energía, pues no se puede bajar la guardia. Todo debe negociarse cuidadosamente para que nadie gane y nadie pierda, para repartir el pastel exactamente por la mitad. El conseguir poder sobre el otro se convierte en el objetivo primordial.
Pero en realidad esa confrontación es básicamente ilusoria, porque en la pareja los objetivos comunes superan con creces a los objetivos no compartidos. Si no fuera así, habría que plantearse si vale la pena continuar juntos. Por ejemplo, a los dos les interesa que a la pareja le vaya bien económicamente, que la casa esté limpia y ordenada, que se disfrute en el sexo, que haya buena comunicación y, fundamentalmente, que la otra persona sea feliz. Cuando los dos se dan cuenta de que conseguir los objetivos comunes es más importante que proteger el ego, entonces se produce una transición desde la lucha de poder a la colaboración.
Las conversaciones en la modalidad de colaboración no son discusiones, no existen posiciones demarcadas. Cada uno construye sus ideas sobre las ideas del otro, en una búsqueda conjunta de la verdad, de una solución. Se dan en un clima relajado, donde la conversación en sí produce bienestar. Sí, a veces hay que acceder a hacer algo que no nos gusta, pero a esa carga no se le añade la carga adicional de sacrificar el ego y el prestigio. Al contrario: queda claro que lo hacemos por amor, por hacer feliz a nuestra pareja. Y eso es lo que se recordará en el futuro, no el que hayamos perdido una partida.
Las modalidades de lucha de poder o colaboración son tan intrínsecamente incompatibles entre sí que una vez que se entra en ellas se extienden rápidamente a todo lo que ocurre dentro de la pareja, como el cambio de fase en un sistema físico. En realidad, están enraizadas en nuestra actitud interior, en cómo vivimos nuestra vida. Si sentimos inseguridad, complejo de inferioridad y paranoia, viviremos con la sospecha continua de que nos quieren controlar y que debemos de proteger nuestro ego. Entonces caeremos una y otra vez en la lucha de poder. Si, por el contrario, estamos seguros de nosotros mismos y sentimos placer en el hecho de dar, la colaboración surgirá espontáneamente. Al depender de nuestra actitud interior, estas dos modalidades de relacionarnos no se limitan a la pareja. Si prestamos atención, veremos cómo surgen en nuestra relación con nuestros hijos, con nuestros amigos, con nuestros compañeros de trabajo. Es verdad que en interacciones que no se basan en el amor, donde el sistema social en el que vivimos impone sus normas de egoísmo obligatorio, no siempre es posible operar en modo de colaboración. Aun así, si vivimos con la actitud correcta podemos llevarnos sorpresas agradables. Cuando tratamos a la gente sin desconfianza, sin hostilidad, suelen responder de la misma forma. Y aunque no lo hagan, podemos llegar a descubrir que nuestra actitud interior es su propia recompensa.
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