domingo, 24 de junio de 2018

El origen de la Dominación-Sumisión

La inocencia primordial
Es posible que el sadomasoquismo nos atraiga debido a la capacidad del dolor para aumentar el placer, o por el subidón que nos dan las endorfinas. Sin embargo, la parte de Dominación-sumisión (DS) de las siglas BDSM no es tan fácil de explicar. Si la libertad y la autonomía personal es uno de los valores básicos de nuestra sociedad, ¿qué puede llevar a alguien a sacrificarlos sometiéndose a otra persona? Si el ideal en una relación sexual es el disfrute mutuo, ¿por qué hay personas dispuestas a entregarse sexualmente a otras?

La respuesta normal a estas preguntas sigue siendo "porque estás mal de la cabeza". A pesar de todos los esfuerzos de la comunidad de BDSM, a duras penas se ha logrado que se excluya al sadomasoquismo como patología en los libros de diagnóstico de psicología. Los sadomasoquistas rechazamos enfáticamente la idea de que el deseo de someter o dominar proviene de un trauma infantil, pero cuando se nos piden explicaciones alternativas tenemos poco que ofrecer. Los pocos estudios que se han realizado sobre esto muestran que las personas que practican BDSM son psicológicamente más saludables que la media. Pero no sabemos por qué.

Una posible explicación es que erotizamos lo que nos da  miedo. Por ejemplo, en su podcast The Savage Podcast, el consejero sexual Dan Savage habla a menudo de cómo a los gays les gusta ser llamados "faggot” (maricón) durante el sexo, o cómo algunas mujeres feministas que luchar por empoderarse en la vida real, en la cama les gusta que las dominen. Sin embargo, esta idea nos lleva de vuelta al paradigma del trauma como explicación de la Dominación-sumisión: nos asustamos por cosas que nos pasaron en la infancia y ahora las exorcizamos reproduciéndolas en un ambiente controlado. Esa es una explicación que no me acaba de convencer.

Hace algunos años encontré una explicación para DS que la presenta como una respuesta saludable a las presiones normales de la vida, y no a un  trauma de la infancia. Esta explicación se basa en dos emociones opuestas que juegan un papel fundamental en nuestras vidas: la vergüenza y el orgullo. La vergüenza es una de las emociones más poderosas, tanto que puede llevar al suicidio. Parece ser una emoción exclusivamente humana (todavía se debate si los perros sienten vergüenza). Sin embargo, está profundamente conectada con respuestas fisiológicas como el rubor y una posición corporal en la que se deja caer la cabeza y se encorvan los hombros. También produce inmovilidad y retraimiento social. La emoción opuesta a la vergüenza, el orgullo, nos lleva a levantar la cabeza, participar socialmente y sentirnos llenos de energía. Es probable que el orgullo active el sistema de recompensa en nuestro cerebro que une el área tegmental ventral (VTA) del estriado con el núcleo accumbens, liberando allí dopamina. Esta es la misma respuesta producida por drogas adictivas como la heroína y la cocaína. Nos hace sentir bien y nos lleva a querer repetir el comportamiento que desencadenó esta respuesta.

Sus raíces fisiológicas muestran que la vergüenza y el orgullo son una parte esencial de la naturaleza humana. Probablemente evolucionaron como indicadores de estatus social: la vergüenza nos advierte que nuestro estatus social ha disminuido, mientras que el orgullo nos dice que ha aumentado. En las tribus en las que vivimos durante cientos de miles de años antes de que se formaran las sociedades modernas, el estatus social era una cuestión de vida o muerte. Un estatus social alto daba acceso preferencial a comida, seguridad, poder y sexo. Un bajo estatus social podía convertirte en un paria y condenarte a una muerte casi segura. Usando el tipo de explicación blandida por la psicología evolutiva, podemos ver por qué es así. La mayor ventaja que tenemos los humanos sobre otros animales es nuestra capacidad para cooperar. En una tribu todo se comparte: comida, protección contra depredadores, refugio y cuidado de niños. Esto crea un problema estratégico: cómo eliminar a los tramposos. El tipo que se queda rezagado en la partida de caza o la mujer que se echa una siesta en lugar de recolectar frutas tendrían ventaja evolutiva porque obtienen la misma cantidad de comida y otros beneficios con menos gasto de energía. Modelos de ordenador han demostrado que genes que potencian comportamientos egoístas se apoderarían de la población en solo unas pocas generaciones, llevándonos a involucionar de vuelta al tipo de sociedades que tienen los chimpancés, donde no se comparte comida y hay poca cooperación. Es por eso que desarrollamos comportamientos para eliminar a los tramposos. Uno de ellos es el llamado "castigo altruista": el deseo de castigar a las personas que se comportan de forma no ética, incluso si el hacerlo no nos beneficia personalmente (de ahí el calificativo "altruista"). Se basa en emociones como la indignación y el ridículo. Sin embargo, si ésta fuera la única forma de eliminar a los tramposos eso crearía a sociedades con muchos conflictos internos, ya que habría que estar aplicando castigos continuamente. Y, aunque se castigue a los tramposos, resulta más eficaz recompensar a los cooperadores. Es por eso que las emociones de la vergüenza y el orgullo evolucionaron como motivadores internos para el comportamiento cooperativo. Cuando haces algo en contra del bien común o cuando no cumples con tu deber, la gente a tu alrededor te hacen sentirte avergonzado. Por el contrario, cuando haces algo que aumenta el bien común, eres alabado y te sientes orgulloso. Otra emoción que sirve para el control social es el sentimiento de culpa. Sin embargo, la diferencia entre la culpa y la vergüenza es que te sientes culpable cuando haces algo malo, mientras que la vergüenza también la produce el fracasar al intentar hacer algo bueno. La culpa nos dice "eres malo", mientras que la vergüenza nos dice "no eres lo suficientemente bueno". Es posible que evolucionaran a partir de emociones básicas distintas: la vergüenza es asco dirigido hacia uno mismo, mientras la culpa que derivaría de la ira y del miedo.

Pero entonces, ¿por qué nos da vergüenza el sexo? ¿Se trata de un fenómeno cultural, basado en la religión y otras normas sociales? Parece ser que no. En prácticamente todas las culturas el sexo se realiza en privado, y la desnudez (como mínimo, el exponer los genitales) es un tabú universal. Puede ser que el sexo, como la vergüenza, esté vinculado al estatus social. Y no sólo en humanos, sino también en otros primates. En las tribus de chimpancés, cuando una hembra entra en celo casi todos los machos la follan, pero es el macho alfa el que decide en qué orden y con qué frecuencia. En varias especies de monos el apareamiento con individuos de alto rango aumenta el estatus social. Y en otras el sexo se usa para afirmar el dominio: individuos de bajo rango ofrecen sus traseros para apaciguar a los dominantes y evitar les peguen. Y luego están los bonobos, que usan el sexo para establecer vínculos sociales y para resolver conflictos. Son promiscuos y pansexuales, y practican el sexo manual, anal y oral. Por lo tanto, ya en nuestros antepasados primates el sexo fue adoptado para usos ajenos a la mera procreación. El acto sexual puede servir para expresar muchas cosas, no solo afecto, sino también dominación. El placer asociado con el sexo nos hace sentir vulnerables y expuestos, lo que es probablemente la causa de la asociación del sexo con la vergüenza.

Controlar las emociones enfrentadas de la vergüenza y el orgullo podría haber sido una cuestión relativamente simple en las sociedades tribales de nuestro entorno evolutivo, pero se volvió enormemente complicado una vez que tuvo lugar la revolución agrícola hace 10.000 años. Antes, si cazabas una buena pieza, hacías huir al oso o recogías una canasta de frutas podías sentirte orgulloso y disfrutar de la apreciación de tu tribu. Después de la revolución agrícola, los límites de lo que se puede conseguir se ampliaron enormemente para incluir el poseer tierras y animales, o el mandar a trabajadores y soldados. Se volvió difícil el tener éxito suficiente como para sentirte orgulloso, pues siempre había alguien que era mejor que tú. Y también se ampliaron las oportunidades para fracasar y sentir vergüenza.

En nuestras sociedades industriales modernas, las cosas se volvieron aún más difíciles. Desde la infancia nos enseñan a estar orgullosos de nuestros éxitos y avergonzados de nuestros fracasos. "¡El cielo es el límite!" nos dicen. Y realmente lo es. ¡Hay tantas cosas en las que se puede triunfar o fracasar! Deportes, artes, ciencia, literatura, matemáticas…  Ganar dinero, ser famoso... Pronto interiorizamos todos estos imperativos culturales. Ya nadie tiene que recordárnoslos, cuando alcanzamos la madurez ya nos hemos convertido en nuestros jueces más duros. Y, de alguna manera, nuestros fracasos parecen contar más que nuestros éxitos. Nunca logramos conseguir lo bastante, vivimos en un estado de constante de ansiedad por triunfar. Así es como las emociones opuestas de la vergüenza y el orgullo se alían para generar nuestra autoestima. Con el tiempo, crean una narrativa interna sobre quiénes somos. Esa narrativa es nuestro ego, que continuamente tratamos de proteger apuntalando nuestro orgullo y ocultando nuestra vergüenza. Esto crea una fuerte tensión psicológica que nos hace infelices porque nunca somos lo suficientemente poderosos y triunfadores. Vivimos en una carrera continua escapando del fracaso y persiguiendo el éxito.

Aquí es donde DS viene a rescatarnos, pues nos proporciona un escape de esa carrera absurda. Lo que hace el sumiso es abandonar todo su estatus social, asumiendo el escalafón más bajo: el del sirviente, de esclavo. Encima, el obedecer órdenes le quita la responsabilidad de tomar las decisiones. El Dominante adopta la estrategia opuesta: se le otorga el estatus social más alto porque sí. El hecho de que se le sometan lo coloca en su pedestal sin tener que realizar el esfuerzo que normalmente esto requeriría. Por eso en el BDSM se habla de “intercambio de poder”: la sumisa transfiere el poder sobre su autonomía personal al Dominante. El éxito y el fracaso se eliminan de la ecuación: el sumiso le concede poder a la Dominatriz simplemente porque esto es mutuamente beneficioso. Además, todo esto adquiere un carácter sexual debido a la capacidad que tiene el sexo de simbolizar el estatus social. La sumisa no sólo entrega al Dominante su obediencia, sino que le permite usarla sexualmente para su placer.  Paradójicamente, esto se percibe como liberador en vez de opresivo, porque sirve para romper esa tensión psicológica interna creada por la vergüenza y el orgullo. La sumisión supone aceptar la vergüenza en vez de huir de ella, lo que nos libera de la lucha continua que hemos venido librando toda la vida. Quizás sea por eso que la humillación es una parte importante del DS, y es percibida como una liberación. Además, como nuestra represión internalizada es una de las barreras más importantes para experimentar placer sexual, cuando es rota gracias al intercambio de poder de la DS el placer y el orgasmo se vuelven más fáciles de conseguir.

En conclusión, la DS desata emociones poderosas ancladas en lo más profundo de nuestro pasado evolutivo. Esto sirve para desprogramar hábitos mentales que hemos aprendido desde la infancia y que están tan arraigados dentro de nosotros que nos resulta imposible escapar de ellos, incluso si nos damos cuenta de lo infelices que nos hacen. Paradójicamente, la DS se convierte así en la llave para liberarnos de esa cárcel mental.